Friday, March 5, 2010

[2b] Fernando Toledo :: “Este circo no va contigo”: crisis de imaginarios urbanos en la narrativa peruana sobre la guerra interna

To be presented in: Workshop 2 // Reading Violence (read preliminary debate here)


Hace un par de semanas, un video colgado en YouTube hizo ruido en la opinión pública peruana, siempre voraz ante los más insólitos escándalos. Rápidamente, diarios, noticieros y programas de opinión reprodujeron el hecho. La historia es sencilla y cotidiana: el director general de la Policía Nacional fue víctima de un reglaje y, como consecuencia, captado en video saliendo de un hostal limeño acompañado de una mujer. La mujer, huelga decirlo, no era su esposa. Las posiciones personales al respecto no me interesan porque no las considero relevantes. Lo que llamó mi atención fue un párrafo en el texto publicado en la versión en línea de El Comercio: “El nuevo reglamento disciplinario de la Policía Nacional, aprobado durante la gestión de la ex ministra del Interior Mercedes Cabanillas, prevé separar a ‘los policías que mantengan relaciones extramaritales’ y que por sus actos causen escándalo o menoscaben la imagen institucional.” (El Comercio)


De otro lado, la vigente Constitución Política del Perú, afirma que “la comunidad y el Estado protegen especialmente al niño, al adolescente, a la madre y al anciano en situación de abandono. También protegen a la familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como institutos naturales y fundamentales de la sociedad.” (Título I, Cap. II, Art. 4)


La necesidad del Estado y sus instituciones de enfilar su estructura legal a salvaguardar la institución familiar de cualquier tipo de amenaza es síntoma de un discurso fuertemente anclado en el imaginario nacional.


La investigación que desarrollo actualmente está enfocada en novelas que narran el periodo de la guerra interna desatada por Sendero Luminoso –al cual, más tarde, se le añadiría el MRTA— contra el Estado peruano a fines del siglo pasado. En ella, sostengo que estas ficciones, desde coordenadas urbanas, experimentan la coyuntura (no sólo las acciones terroristas y la campaña contrasubversiva, sino también los procesos migratorios, la economía informal, la construcción de circuitos culturales) como una desintegración de la familia nuclear burguesa. De este modo, la “crisis” del Perú es percibida como una que afecta, fundamentalmente, a un imaginario compartido, entendido y asumido por estas ficciones como la organización más elemental en las relaciones sociales; y del cual depende, en gran medida, la definición hegemónica del país reproducida en los textos.


En este sentido, los conflictos individuales que atraviesan los personajes de estas ficciones se constituyen como una prolongación de su experiencia colectiva y, en este proceso, las ideas pre-asumidas de nación, identidad y ciudadanía se muestran desequilibradas y en tránsito hacia una redefinición. Así, las responsabilidades frente a la crisis de un orden oficial homogeneizante (que privilegia lo urbano sobre la “totalidad conflictiva” del país), muchas veces, son trasladadas hacia un agente externo a la ciudad, hacia un Otro a quien se le adjudica la responsabilidad de la situación general del país y, en última instancia, de las ansiedades urbanas ante el orden desestabilizado.


En lo que sigue, quisiera centrarme, desde esta entrada particular, en un par de escenas de El año que rompí contigo, novela publicada en 2003 por el escritor arequipeño radicado en España Jorge Eduardo Benavides.


Aníbal y María Fajís conforman un matrimonio joven sin hijos. Viven en Miraflores, un distrito tradicional de clase media, en un ambiente con roles de género bastante definidos. Él es un estudiante de Derecho con ínfulas intelectuales que trabaja de taxista. Ella, también estudiante universitaria, se dedica básicamente a las labores del hogar. Un día, María Fajís llega a casa con un niño de la calle; interrumpido en su lectura de La muerte de Artemio Cruz, Aníbal muestra una curiosa sorpresa ante el inusual visitante. La escena, pronto, se transforma en una parodia imposible de la familia nuclear burguesa.


La manera en que el niño es descrito hace énfasis en algunas de las características más frecuentes utilizadas por los discursos urbanos para delimitar sus espacios frente a lo que se considera que no pertenece –o que no debe pertenecer—a sus confines: higiene, belleza, educación, orden. Así, el niño presenta un cráneo rapado teñido con “la violeta gensiana con que alguien lo había salvado de liendres y piojos; los bracitos flacos y de codos puntiagudos escapaban de una camiseta cuyo cuello desbocado le daba un aspecto de Rigoletto, de bufoncillo triste; los ojos brillantes y esquivos destacaban en la grisácea inmovilidad del pequeño… olía a infinitos sudores superpuestos, a remedio y legumbres.” (79) Asimismo, al ofrecérsele un vaso de leche, el niño la olfatea y, más adelante, cuando la escena se entrega al melodrama del llanto culposo de María Fajís, el niño intuye en este gesto “un puño cerrado, una bofetada” y, en su terror, busca “la puerta con los ojillos desorbitados por el miedo”. Poco después, para calmar la crisis nerviosa de su mujer, Aníbal guía al niño hacia la puerta, “acariciando la cabeza de erizo violeta”, quien “no esperó que Aníbal abriera la puerta del todo y se escurrió por el primer ángulo que dejó entrar el frío oscuro del pasillo”. (79 – 82)


En esta descripción, las palabras “niño” y “perro” parecen intercambiables. La animalización y distancia que Aníbal y la ciudad que él representa plantean frente al niño y la ciudad que éste, del mismo modo, representa, se refuerzan al ocurrírsele a Aníbal, durante esta escena, recordar una cita de Ortega y Gasset: “El hombre se diferencia de los animales porque bebe sin sed y ama sin tiempo.” (81)


La no pertenencia del muchacho a este espacio se evidencia en la serie de ansiedades que despierta en el joven matrimonio. Su presencia desencadena el llanto melodramático, cargado de culpa y buenas intenciones, de María Fajís y los mecanismos de defensa y diferenciación ante ese otro espacio de Aníbal: “dentro de poco nosotros también vamos a estar como este chibolo”, dice (80). De otro lado, la desestabilización de la institución familiar se observa en términos de parodia y endogamia: en este espacio, la diferencia es impensable al interior del núcleo familiar. La idea de la familia nuclear es nuevamente aludida en la broma que Aníbal le hace a María Fajís cuando el niño ya se ha escurrido por la puerta: “De no ser por la efectividad que hasta el momento ha demostrado el Triquilar, juraría que estás embarazada” (83). Pero todo, finalmente, vuelve a su cauce, al orden: por la misma puerta entreabierta por la que huyó el muchacho, ingresan Mauricio y Elsa, compinches de la pareja en sus noches de evasión, intelectualización, vino y jazz: “¿Se puede? La puerta estaba abierta… Hemos traído vinito.” (83)


La otra escena que me interesa es la final de la novela, en la cual Aníbal es detenido por agentes de seguridad del Estado al habérsele encontrado un libro con tácticas y planes del MRTA en el auto. El libro pertenecía a Mauricio, su amigo periodista, quien empezó a ser chantajeado por miembros del movimiento terrorista, los que le enviaron el libro como prueba de su identidad. En este momento, la guerra entra explícitamente al espacio familiar y arrasa con todo a su paso. Los agentes de seguridad que arrestaron a Aníbal “habían entrado a casa violentamente blandiendo unas palabras fugaces entre improperios y amenazas, tirando las cosas con violencia, registrándolo todo” (336)


En esta secuencia, la primera agresión es al estatus que el grupo de Aníbal había creado en ese mismo lugar y a partir del cual se definían: en ese apartamento se hablaba de arte, se jugaba a la ficción de inventarle historias a un vecino anciano, se bebía vino y se escuchaba música clásica, jazz, jamás nueva trova cubana; es decir, El Club de la Serpiente en la Lima de fines de los 80. La segunda ataca el centro en el cual se han basado las relaciones y estructuras sociales en los imaginarios urbanos, es decir, la familia. Al acudir al padre de Elsa, un militar de alto rango, para que ayude a Aníbal, María Fajís se entera de la infidelidad de su esposo con Alondra. Y nosotros, junto con ella, de que la amante prostituta de Aníbal, Alondra, no se llama Alondra sino Carmen Arizaga, y que es militante del MRTA, al igual que el señor Romero, el anciano vecino al cual le inventaban historias en sus noches de evasión. La guerra entra al espacio de la clase media urbana –y sus valores y contradicciones—para destrozar su más elemental forma de relacionarse, otra vez, la familia: después de ayudarlo a salir de la cárcel, María Fajís decide romper el matrimonio y abandona a Aníbal.


Finalmente, el más grande temor de Aníbal y su ciudad discursiva (“dentro de poco nosotros también vamos a estar como este chibolo”) se vuelve realidad. Estamos en 1989 y varias cosas están concluyendo: la década, la caída del Muro, el primer gobierno de Alan García, su ciudad, su familia. La novela termina con el comienzo de algo: Alberto Fujimori gana las elecciones y lo que la novela refiere como “la consolidación de la democracia” terminará convirtiéndose en la institucionalización de la informalidad y la corrupción, en el imperio de la `tan despreciada cultura chicha, y en la devastación del sistema de partidos de la cual aún hoy el país no se ha recuperado. En este sentido, la ruptura mencionada en el título de la novela se dispara en múltiples direcciones y es marcada por el año final de la década.

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